domingo, 29 de agosto de 2010

El oficio (literario) de Kafka 29-agosto-2010.

Domingo 29 de agosto, 2010.

Domingo por la mañana. Es la primera vez que me invaden ciertos recuerdos de los domingos en la mañana allá en Oaxaca en los años sesenta. Había que ir a misa. Luego, con más años, a la obligada doctrina para preparar la primera comunión. Las misas eran estrictas, exageradamente disciplinarias. Cierto que los niños éramos bastante traviesos, pero de todos modos las monjas no nos dejaban respirar. Ya más grandes, escapándonos de la misa, nos íbamos a la matiné en los cines. Estos recuerdos del cine dominical son medio proustianos: los recuerdo más bien por los olores a palomitas, a calles mojadas luego de que las regaban, algo de comida de los puestos callejeros; a ello se agrega el recuerdo, muy intenso, de salir del cine y enfrentarse a la luminosidad de la mañana soleada en Oaxaca, una sensación muy singular e irrepetible con el tiempo, aunque recurrente cada domingo. Y recordar, con mayor precisión, las películas en blanco y negro, porque era diferente el efecto visual de las de color. Me encantaban las películas de vampiros y las de ciencia ficción con temática espacial, los monstruos extraterrestres que nos impactaban en la niñez. En este momento recuerdo el dato de memoria de Stephen King de que la película El día que la tierra se detuvo, de 1951, que narraba la llegada a la Tierra de un monstruo. King, claro, le dio un sesgo ideológico en los Estados Unidos porque era la amenaza de una invasión soviética. Hubo un remarke bastante malo con Keanu Reeves en 2008 que no pudo ser levanto ni con la belleza de Jennifer Conally. En la niñez nos asustaban los monstruos sólo por serlo, sin nociones ideológicas.

Bueno, ésos eran otros domingos de hace muchos años. En estos tiempos he ido pocas veces al cine domingo al mediodía y nunca he sentido lo de Oaxaca. Ni modo. Por cierto hay otros dos detalles. En el cine tomábamos Luckys, refrescos en vasos de cartón de la Pepsi Cola --tenía la exclusividad en los cines-- y mucho hielo frapé. Era todo. Pero en ningún otro estado del país los he visto. Y también comíamos bolis --con el error al pluralizar sin la ie, pero ni modo-, que eran bolsitas digamos tamaño lápiz, alargadas, con hielo saborizado artificialmente. He visto algo similar en algunas plazas, pero, claro, con un sabor diferente, y aquí sin la ayuda de Proust.

Ha sido una larga introducción para ilustrar la mañana del domingo. Visita a la librería Gandhi del Sur. Y la lista de compras, ahora sí, bastante buena: la novela Nieve sobre Oaxaca, de mi paisano Gerardo de la Torre --a quien debo de llamarle para una reunión pospuesta--, de tinte policiaco; pocas páginas que me permitirán leerla hoy. Luego otro libro de cartas de Julio Cortázar; me parece una exageración estar desempolvando el libro cachivaches de Cortázar para seguirle publicando. Dos libros de cuentos que no deben faltar: Cuentos completos, de Thomas Mann, y Carnaval y otros cuentos, de Isak Dinesen. Mann no fue un cuentista --sigo deslumbrado con Los Buddenbrook--, pero los textos son bastante buenos. Y de Dinesen sólo había leído su deslumbrante novela sobre Africa. Aunque tenía una edición de Emecé --pero mal pegada en el lomo y de difícil lectura--, recompré El fantasma de Harolt, la novela de la CIA de Norman Mailer, ahora en Anagrama; había revisado algunas partes del texto por apuntes que estoy haciendo sobre la CIA, así que me viene muy bien la nueva edición.

Y dos libros de conocidos: Las mujeres del alba, de Carlos Montemayor, que narra la parte femenina de la guerrilla 23 de Septiembre que asaltó el cuartel Madera tratando de emular el inicio guerrillero de la Revolución Cubana. Montemayor fue un poeta de estilo pulcro en la prosa, pero su zaga sobre la guerrilla sólo me quedo con Guerra en el paraíso, que en algunas conferencias cito como “novela de no ficción” similar a A sangre fría, de Truman Capote. Las mujeres del alba completa el libro Las armas del alba, sobre los guerrilleros hombres. No sé si tenga algo en especial promover el texto de Montemayor como “la novela póstuma”; creo que a él no le hubiera gustado sacar raja de su fallecimiento. Pero, bueno, es cosa de los editores. Conocí a Montemayor hace bastantes años en una comida en casa del poeta Alí Chumacero a la que me había invitado Guadalupe Pineda. Fue en el 2000, porque yo había ido a un mitin en el zócalo en la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas. Montemayor y yo salimos juntos, él no tenía auto, y lo llevé a su casa en el sur de la ciudad. Platicamos a gusto. Luego ya no nos volvimos a ver pero una citó una columna mía, a propósito de la desaparición de los guerrilleros del EPR en Oaxaca en 2007. Lamenté su muerte.

El otro es un libro de nota periodística: Paulette. Lo que no se dijo, del periodista Martín Moreno. Martín es muy animado, siempre en movimiento, lector de otras columnas políticas, él mismo columnista en Excelsior. En lugar de su libreta de anotaciones su arma periodística es la grabadora. Conoce la vida política de Carlos Salinas como pocas, y lo sé por una larga entrevista que me hizo a propósito de la aparición de mi libro sobre Salinas el año pasado. Apenas he ojeado el libro sobre Paulette, el caso de la menor presuntamente desaparecida en el Estado de México y milagrosamente aparecida --aunque sin vida-- al pie de su cama en su habitación que había sido revisada minuciosamente por peritos judiciales. Martín se presenta como un extraordinario reportero policiaco, como los de antes, a algunos de los que conocí en mis inicios de reportero a comienzos de los setenta, todos ellos trabajando en el periódico La Prensa, y varios nos encontrábamos cada año en la comida de santo que hacía Manuel Buendía, también reportero de policía en La Prensa, en su casa en la colonia Lindavista. Martín trata de completar el rompecabezas del caso Paulette. Puede leerse casi como novela policiaca. Y como buena novela negra, no tiene final sino enigmas. Apenas revisé algunas páginas y creo que es un buen trabajo periodístico. En la semana le voy a llamar a Martín para que me cuente la trama secreta detrás del caso Paulette.

Al revisar estas notas me saltó la queja sobre el libro de Cortázar. Soy el menos indicado, ciertamente. Lo conocí una sola vez. En 1979 la revista Proceso realizó un concurso sobre novela y los jurados fueron escritores de fama. La reunión final para dar al ganador hubo una concentración de jurados en Cocoyoc, Morelos. Yo entonces era reportero de Proceso y me tocó entrevistar a Gabriel García Márquez y a Julio Cortázar. Yo ya había entrevistado a García Márquez pero la entrevista no me salió y sé que no le gustó; al encontrarme con él me lo dijo pero le dio vuelta a la hoja y le hice una entrevista a tono con el concurso. La de Cortázar fue otra cosa. Yo era, desde entonces, admirador del argentino. Admiraba sus novelas pero me gustaban más sus textos periodísticos. El tema del concurso era sobre el militarismo en América Latina y mi última pregunta lo sacó de balance: “¿cómo comenzaría usted un cuento sobre militarismo en América Latina?” Mi miró sorprendido, titubeó. Y me dijo: no se me ocurre nada. Pero le prometo que en cuanto lo tenga se lo envío por correo. Como el coronel de García Márquez, me quedé esperando la carta. Aunque, eso sí, escribí un cuento sobre esa anécdota.

Bueno, pues yo ya he leído casi todo de Cortázar. Inclusive, años después, hace como unos seis años, publiqué un largo análisis político de Cortázar con un título que era una provocación: “Cortázar, el escritor que castró la Revolución Cubana”. Para ese texto largo me sirvieron los tres volúmenes de cartas que publicó Alfaguara. Pero no me gustó el libro de retazos Papeles inesperados sobre cierta obra dispersa, sin orden ni coherencia, que publicó alfaguara en el 2009. Por eso este nuevo libro de cartas no me da buena espina, pero igual lo compré para poder criticarlo con razones. Y si llega a gustarme, no me dará pena desdecirme. Pero queda el Cortázar de la obra mayúscula: Rayuela, 62 modelo para armar (que le valió la primera reprimenda de la Revolución Cubana) y sus libros de cuenta de su primera etapa, entre ellos El Perseguidor y Bestiario. Y hay ediciones especiales de sus dos libros-miscelánea: La vuelta al día en ochenta mundos y Último round. Creo que Cortázar es el escritor con la mejor prosa en América Latina, por encima de García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y hasta Alejo Carpentier. Pero, claro, todo es cuestión de gustos. Recomiendo sobremanera sus libros-miscelánea.

En este contexto coloco mis objeciones a lo que se publica de Cortázar que tiene que ver con cajones empolvados. Me parece mejor la reedición de sus obras.

En fin. un domingo productivo.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Capote

Miércoles 25 de agosto, 2006 ( madrugada).

Parece que fue ayer. Hace veintiséis años murió Truman Capote, escritor norteamericano lamentablemente más conocido por sus escándalos en la sociedad neoyorkina que por sus escritos que crearon estilos. Anoche encontré la noticia en un diario de internet y comencé unas notas. Hoy es de madrugada y retomo la intención. ,¿Dónde estaba yo en agosto de 1984? Buscando empleo. Acaba de renunciar a la revista Proceso. Y fue justamente en las redacciones donde comencé a leer a Capote. Si mal no recuerdo, fue a comienzos de los setenta, cuando era redactor de El Heraldo de México y tenía mucho tiempo libre entre nota y nota y recuerdo cuando menos a tres tipos de lectura: la José Agustín, Gustavo Sainz y René Avilés, la de José Revueltas, la de Jean-Paul Sartre y la de Capote. Eran lecturas desordenadas pero en ese desorden estaba la satisfacción de la misma lectura.

Creo que lo primero que leí de Capote fue A sangre fría. Y debo confesar que la primera lectura me pareció un comienzo aburrido. Claro, en comparación con las otras no había mucho que atender. Luego leí notas que hablaban del estilo de “novela de no ficción” y volví a ella y ya me gustó. Inclusive, seguí de cerca la polémica de Capote con Norman Mailer justamente alrededor de las “novelas de la realidad” o la “literatura del realismo”. Había conseguido la primera edición de Grijalbo de 1968 sobre un ejemplo de ese periodismo diferente --hoy, ya más documentado, diría que periodismo medio Gonzo--: Los ejércitos de la noche, una crónica en primera persona, peor aún: el autor como eje de la historia --de ahí lo de Gonzo, en reconocimiento a los textos posteriores del Dr. (en ciencias ocultas) Hunter S. Thompson, cuyos primeros escritos se publicaron al comenzar los setenta--. Ahí estaba el otro estilo. Por razones de oficio --yo periodista en ciernes--, me metí a fondo a esa propuesta y resultó ser la del “nuevo periodismo norteamericano”, aunque en México había comenzado desde principios de siglo con El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán y en América Latina a mediados del siglo XX con el argentino Rodolfo Walsh.

Bueno, una larga introducción a Capote. De su obra disfrute mucho el rigor de sus cuentos, su estilo de la palabra exacta, sus giros de modismos, las frases como dardos. Debo confesar que Desayuno en Tiffany´s no me gusto, quizá porque vi primero la película. Disfruté, leí y releí sus crónicas de Los perros ladran. Pero sobre todos ellos, su último libro Música para camaleones se convirtió --sobre todo los cuentos e historias de la primera parte y el relato largo de la segunda, no tanto las conversaciones y retratos-- en mi libro de cabecera. El prólogo del libro fue toda una lección de periodismo y una lección de literatura. Ya era el Capote burlón, irónico hasta en la sopa. Irreverente consigo mismo, ciertamente no caricaturesco. Capote tenía un ansia de centralidad sicológica, pero al mismo tiempo una urgencia de reafirmación cotidiana. Así era él y no habría que juzgarlo. Al revisar mi biblioteca me encontré que tengo la primera edición que publicó editorial Bruguera, en su colección Narradores de Hoy, de 1981. A este libro he regresado con frecuencia para recordar a Capote.

El prólogo es, por así decirlo, otro cuento. Ahí recuerda con ironía sus rencillas con Mailer. Como se sabe. Mailer criticó duramente A sangre fría por su hibridez entre la literatura y el periodismo. La característica entonces del nuevo periodismo --definida por Tom Wolfe y sobre todo el genial Gay Talese-- radicaba en el uso de las técnicas narrativas de la literatura para describir un hecho periodístico. El ejemplo clásico: la crónica de Wolfe de una reunión de la “izquierda exquisita” en casa del músico Leonard Bernstein y la crónica de Talese cuando fue a entrevistar a Frank Sinatra. Lo encontró enfermo de gripe y se dedicó a reconstruir como literatura esa velada. Obvio, Sinatra se enfureció porque Talase captó todos sus malos humores. Mailer desdeñó la novela de no ficción de Capote, pero años después, Mailer incursionó en el mismo estilo en la novela La canción del verdugo, un a reconstrucción periodística pero con las técnicas de la novela del asesino Gary Gilmore. Capote publicó A sangre fría en 1966 y Mailer la suya en 1979. La intención era la misma. Por eso Capote medio se burló de Mailer en el prólogo de Música para camaleones y se presentó casi como maestro de Mailer: ha escrito novelas reales, pero “no importa, es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato haberle prestado algún pequeño servicio”.

Capote era un tipo sin control de sus ironías. Pero fue, al mismo tiempo, un escritor de tiempo completo. En 1948, a la edad de veinticuatro años, publicó su primera novela Otras voces, otros ámbitos. El texto fue extraordinariamente bien recibido, aún a pesar de la edad del autor, algo que en los EU son muy estrictos porque no son muy generosos con los escritores jóvenes. Una de las críticas señaló que “es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. La reacción de Capote fue, cómo no, irónica: “¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo días tras día durante catorce años!” Y así era. El estilo de Capote fue producto de una de las reglas del oficio literario, sin duda la fundamental: la práctica de redacción cotidiana. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, dedica más de seis horas diarias a escribir textos como ejercicio para ir desarrollando su estilo. Así que Capote fue hijo de su trabajo de redacción.

En el prólogo de Música para camaleones incluye Capote otra referencia literaria que ha sido poco citada. Recuerdo que años después, ya en Proceso y en alguna reunión de El Mollete Literario, Federico Campbell revivió el entusiasmo sobre esa parte del prólogo: “cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Ya al final de su ciclo de escritor, escribiendo sin publicar y redactando textos que no le dejaban satisfecho --A sangre fría fue su culminación--, Capote recurría a su metáfora del látigo. Lo escribió en las últi9mas líneas del prólogo citado: “entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente sólo con mi baraja de naipes, y desde luego, con el látigo que Dios me dio”.

En Música para camaleones incluye Capote un relato --¿cuento, novela corta, reportaje?-- titulado “Ataúdes tallados a mano”. Se trata de un hecho real ocurrido en un pueblo del Centro Oeste: una serie de asesinatos en donde el asesino dejaba justamente pequeños ataúdes tallados a mano. El texto no tiene un final clásico sino enigmático. Recuerdo que el columnista Manuel Buendía se entusiasmó con el relato, recordando el propio Buendía sus años de periodista policiaco en el periódico La Prensa, cuando los reporteros de policía no sólo reportaban hechos de sangre sino que se convertían en detectives para solucionar los crímenes. Nunca supe directamente si Buendía había llegado a la solución de los asesinatos pero tiempo después alguien me dio una versión triangulada: Buendía creía que el asesino era el detective encargado de la investigación. Buendía era un extraordinario lector de temas policiacos, pero nunca escribió nada que no fuera su columna. Recuerdo haber visto en su escritorio la novela El Padrino, apenas llegada a México, y me la recomendó como un relato del poder y el crimen. Hubiera sido genial que Buendía hubiera podido escribir sus lecturas policiacas.

Otra lección de Capote en el prólogo citado fue su explicación de cómo arribó al estilo. Luego de explorar temas, Capote llegó a averiguar “la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y después de ello (el descubrimiento) cayó el látigo!” Y más adelante asienta, a propósito de A sangre fría: “tras escribir centenares de páginas acerca de temas, terminé por desarrollar un estilo”. Capote deja entrever que su relato “Ataúdes tallados a mano” sería algo así como el texto-testamento de su estilo. Habrá que releerlo con esos ojos para llegar a una conclusión propia.

De la vida de Capote hay dos películas: Capote e Infamuos. La primera sería la versión seria y la segunda una oferta irónica, casi caricaturesca. Las dos se centran en la relación de Capote con A sangre fría, su encuentro con el tema y su investigación en Kansas. La primera está basada en el guión de Dan Futterman y la biografía de Gerald Clarke. La segunda tuvo el guión de Douglas McGrath y se basó en el libro-collage de George Plimpton. Y está la película en blanco y negro, sin duda la mejor, de 1967 titulada simplemente A sangre fría, de Richard Brooks. A pesar de este seguimiento, aún no se ha podido captar la esencia de Capote, su personalidad contradictoria e intensa, la influencia de Nueva York en su propia sicología.

Queda el final típico: a Capote no hay que explicarlo sino leerlo. Así de sencillo.

lunes, 23 de agosto de 2010

El oficio (literario) de Kafka 23-agosto-2010.

Lunes 23 de octubre, 2010.

¿Por qué Kafka en un blog de literatura? Porque el mundo de las letras es, de suyo, un absurdo cotidiano. La literatura es el reino de las contradicciones. Y más cuando realidad y ficción se pierden en la bruma de los temas. A diferencia del pesimismo creativo de Albert Camus, el absurdo en Kafka es… divertido. ¿Existe algo más absurdo que un hombre amanezca convertido en una cucaracha, que habla y piensa y que el autor logre convencer al lector que todo es cierto? ¿O que el mundo absurdo judicial logre reflejar la cotidianeidad judicial hasta convertirla en un mundo lleno de contradicciones? A ese Kafka se dedican estas notas.

El domingo, en su artículo en El País, Mario Vargas Llosa nos regresa al mundo del holocausto judío que parece inacabable. E inabarcable. El peruano-español cuenta su lectura del libro Suite Francesa, de la Irene Nemirovsky (1903-1942), una rusa judía que huyó en plena Revolución Rusa. Vargas Losa queda entusiasmada de la lectura de la novela, por cierto inconclusa. Terminada en 1942, antes de ser detenida por los nazis en una Francia no sólo ocupada por Hitler sino los franceses soltando lo peor de sí mismos como cancerberos del nazismo, logró escribirla de un tirón, en cuadernos con letra menuda, en francés perfecto. Irene no permaneció mucho tiempo detenida porque fue asesinada en el campo del Auschwitz, ese terrible campo que ilustró la parte criminal del nazismo. Sus hijas tuvieron que huir apenas horas antes de que llegara la policía. Y se llevaron con ellas una maleta con recuerdos y escritos de su madre. El texto de la novela quedó en la familia muchos años, hasta que fue entregado para su publicación apenas en 2004. Su publicación causó sensación y logró reactivar la lectura de esta autora. El libro se une a la larga lista de autores del horror de los campos de concentración de Hitler, sobre todo mis preferidos: Primo Levi y su prosa limpia y a veces ingenua pero igualmente certera en sus revelaciones, el español-francés Jorge Semprún --para mí el más cercano--, Roth. Todos con la intención de escribir para no olvidar. O mejor dicho, siguiendo un recuento de Imre Kertesz, para que se supiera lo ocurrido, Cuenta Kertesz el comentario de un profesor preso con él en un campo de concentración nazi: “¿qué se dirá de nosotros si ganan los alemanes?” Apenas compré el libro. En dos días terminó La casa de la alegría, de Edith Wharton, y para el fin de semana haré un resumen de Suite Francesa.

El libro de Wharton me obsesionó hace algunos meses. Vi en televisión la película La casa de la alegría y comencé a rastrear la autoría de la novela. Ya había visto --no leído-- la película La edad de la inocencia, dirigida por Martin Scorsese, pero nada había leído de la autora. Sus libros, lamentablemente, no se consiguen. Apenas encontré en una librería de libros usados La edad de la inocencia. Pero el argumento de La casa de la alegría me había gustado más por su tono irónico. Pude conseguir un ejemplar en la biblioteca de la UNAM y leí de una sentada más de un tercio. En las noches, con la complicidad de la tranquilidad de la noche, he seguido las aventuras de Lily Bart. Por cierto, hubo otro elemento adicional. El nombre de Lily. He comenzado a escribir algunas notas en torno al nombre de Lily. Tengo una amiga que se llama así. Pero el nombre me intrigó cuando comencé mis lecturas febriles de la literatura de vampiros. Lily o Lilith fue la primera esposa de Adán y se le acredita la negra historia de violar a los hombres en sus sueños para robarles el jugo de las semillas nocturnas para sembrar los ovarios de obras mujeres. Buena parte del origen de los vampiros proviene de Lily. Inclusive, Primo Levi tiene un cuento titulado justamente Lilith y ahí narra parte de la historia.

Así pues, encontré parecidos a la historia de Lily Bart con Lilith: una mala suerte con los hombres, una belleza inusual --bien lograda en la película con Gillian Andersen, la Dana Scully de los Expedientes X-- y condenada por la adversidad. El tiempo literario de la novela de Wharton se puede localizar Nueva York a principios del siglo XX. Con un control sobre la historia y un perfil de los personajes, Wharton consigue ilustrar esa etapa de los EU post monárquicos, quizá la mejor etapa de las prácticas de una Corte inexistente.

Y hubo otra asociación. Hace un par de semanas terminé el libro El valle de las muñecas, de Jacqueline Susan. En alguna revista leí una referencia a ella. Recuerdo haber leído la novela allá por finales de los setenta, cuando comencé mi fiebre de lecturas. Y luego vi la película. Dos experiencias maravillosas. La novela es un latigazo en el rostro de la hipocresía del mundo del espectáculo en Hollywood. El estilo de Susan me trajo cierto aire de Wharton, aunque la primera más descarnada. En alguna parte leí que la editorial le había pedido a Susan cambiar algunas partes, sobre todo de referencia sexual, porque libros de grandes tiradas en editoriales consideradas serias exigía dejar a un lado esos temas. Corría el año de 1966. Susan se negó y el libro fue un éxito. Las muñecas eran las píldoras que ingerían como tranquilizantes las actriuces para todo: verse bellas, no engordar, dormir. Por cierto, Susan nunca fue consideraba una escritora seria. Dos intelectuales estadunidenses se burlaron de ella: Gore Vidal y Norman Mailer. Pero vistas las cosas, El valle de las muñecas llegó a vender más de treinta millones de ejemplares, cifra que ninguno de los dos, Vidal o Mailer, lograron. Es posible que A sangre fría, de Capote, pueda acercarse en algún momento a la novela de Susan, pero sin poder rebasarla. La novela la encontré en una librería de viejo pero pude conseguir una nueva edición, más limpia, en España.

El fin de semana me percaté que ya está en exhibición la película Los hombres que no aman a las mujeres, basada en el primer tomo de la trilogía Millenium del escritor sueco Stieg Larsson. Debo confesar que la novela me atrapó y leí los tres tomos sin interrupciones. Se trata de novelas de género policiaco, pero con una personalidad dominante en las tres, Liz Salander, una investigadora experta en computación y con fama de hacker. No voy a ver la película sino hasta que salga en DVD. Me dejó muy buen sabor la trilogía como para echar a perder el gusto con películas que sacrifican más de lo que pueden ofrecer. Tengo muchas objeciones literarias sobre las novelas, pero a pesar de ser algunas muy serias no demeritan el tono de la obra sinfónica de la trilogía. Estas novelas son de recomendación sin dudas.

Lamentablemente para Larsson, sus novelas tienen el mal fario del escándalo. Murió al terminar el tercer tomo y nunca pudo ver las obras publicadas. Era intenso, fumaba mucho y tomaba café en exceso. Un día llegó a la redacción de su revista y murió. Su muerte prematura, apenas en los cincuenta años, desató una disputa por la herencia entre su familia que no comprendió nunca al escritor y periodista y su compañera que lo cuidó hasta el final y, dice la leyenda urbana, fue clave en la revisión y corrección de las novelas. Ahora han anunciado libros sobre la carrera periodística de Larssen, no con buenas intenciones. Sin embargo, lo que vale al final es la trilogía.

Sobre temas literarios-No literarios, también releí El caso Moro, del autor favorito Leonardo Sciascia, uno de los maestros del relato de temas judiciales-policiacos. Y volví a él por parecidos que encontré en el secuestro de Aldo Moro, en 1878, y el de Diego Fernández de Cevallos. Estoy preparando notas para una columna y algún ensayo para más adelante. Sciascia logró relacionar lo policiaco con el mundo judicial de los jueces y la mafia. Por tanto, de lectura indispensable para entender el corto plazo mexicano.

Por cierto, un canal de cable anuncia para el jueves la película Daphne, sobre los años tortuosos en Nueva York de la escritora Daphne du Maurier, autora de la célebre novela Rebaca que inmortalizó Alfred Hitchcock en 1940. Nacida en Gran Bretaña, vivió un tiempo en Nueva York. Y fueron años tortuosos por la doble vida: como madre de familia y mujer apasionada enamorada de un par de mujeres. No tengo ahora mismo el canal ni la hora, pero estoy seguro de que pasará el jueves. Voy a estar pendiente y consignaré mañana o pasado los datos exactos.

Mientras tanto, tengo que cortar estas notas kafkianas porque acaba de comenzar la película Una noche en la ópera con los geniales Hermanos Marx y no quiero perderme ningún chiste.

sábado, 21 de agosto de 2010

El oficio (literario) de Kafka 21-agosto-2010.

Sábado 21 de agosto, 2010.

El suplemento Babelia, de El País, trae un recordatorio del cuento, un género literario generoso pero a veces olvidado. En estos días he regresado a la lectura de cuentos, un poco por razones inexplicables y otro poco por motivos impenetrables. Bueno, en realidad existe una cuestión concreta y secreta, como debe de ser. Hace un par de semanas mi amigo René Avilés Fabila me dejó colarme en una colección de libros de cuentos que publica en convenio con el Instituto Politécnico Nacional. Y digo que me dejó colar porque me platicó del proyecto y yo le dije que quería participar. Así que estas dos semanas he estado revisando, depurando y corriendo cuentos. Y aunque no publicó como escritor, de todos modos descubrí que tengo una buena colección de relatos largos. Comencé a escribirlos hace muchos años, cuando trabajaba en la revista Proceso y con la motivación de mi amigo el poeta Marco Antonio Campos. Y luego, en el grupo que llamamos El Mollete Literario, me metí más al relato corto. En otra ocasión voy a contar sobre El Mollete. Sólo adelanto lo que tiene que ver con los cuentos. Era un grupo de periodistas que los jueves terminábamos los jueves la edición de Proceso y, convocados por Vicente Leñero, nos íbamos a cenar al Vips de Insurgentes y Félix Cuevas. Las únicas reglas eran los molletes como platillo obligado y hablar de literatura, no de periodismo ni de política. Y ahí Leñero era el maestro. Por ejemplo, recuerdo muy bien que en una de esas reuniones contó su descubrimiento de John Updike y su novela Corre Conejo y corrí a comprarla y a leer todo Updike. Yo hablaba de mi pasión por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Recuerdo también que ahí el poeta David Huerta me habló largo de Paul Nizan, compañero de Sartre y me leí toda su obra.

Mis primeros cuentos me los publicó Marco Antonio Campos, un notable estimulador de jóvenes escritores. Era director de algo en la UNAM y tenía presupuesto para jóvenes. Aunque ya tenía yo 30 años, nos considerábamos “jóvenes escritores”. Algunos cuentos los publicó Marco en colecciones anuales de escritores… noveles. En El Mollete ocurrió otra oportunidad. A las cenas iba Federico Campbell, entonces a cargo de una editorial marginal de ediciones pequeñas de autor, llamadas plaquetes: eran como folletos, de un cuarto de carta, color amarillo y cada autor pagaba, de pocas páginas. Leñero tuvo la idea de que ahí pudiéramos publicar cuentos y crónicas y cada quien daría una cuota mensual para financiar la edición. Yo me apunté y ocurrió que luego nadie le entró. Eso sí, todos pagaron y pude sacar mi primer pequeño libro formal: Fotos de Rebeca. Y así comencé. Luego la UAM me publicó un cuento largo, aunque en una edición espantosa y empastelada, es decir, se les enredaron las páginas y el cuento perdió la coherencia. Pero como ya estaba casi terminada la edición, se me ocurrió hacer una especie de guía de lectura siguiendo más o menos la guía de Julio Cortázar en Rayuela. Confiado esperé que el desorden de las páginas publicadas pudiera tener la suerte de Pedro Páramo, cuando su libro sufrió recortes --creo que sugeridos por Arreola, pero voy a confirmar el dato-- y quedó, en una primera lectura, bastante flaco y medio incoherente. Pero a la larga, se convirtió en una obra maestra.

Bueno, pues así siguieron cuentos. Luego David Huerta, como director de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, me pidió un cuento para publicarlo. A lo largo de más de treinta años he seguido escribiendo cuentos sin publicarlos. Algunos se me perdieron. Uno de ellos me había gustado mucho pero se extravió en mis cambios de computadora: El espejo de Guadalupe Pineda. Confío en que pronto haga yo una depuración de archivos y ahí aparezca. Y recientemente me puse a escribir viñetas políticas de mi vida profesional como columnista y creo que ahí hay un volumen que pienso llamas Historias del poder. También escribí otros sin motivación alguna. Con el internet he comenzado un suplemento llamado justamente El Mollete Literario y ahí voy a publicar mis cuentos. Ya hay uno: La memoria de JEP, escrito al calor de los 70 años del poeta. Pero no sólo por la celebración del calendario sino porque me tocó en Proceso alguna relación profesional con José Emilio. Yo era reportero político con tentaciones literarias y escribía notas de libros en la revista. En uno de ellos José Emilio me invitó para darle a su celebración un perfil también político. El evento fue en Bellas Artes. Y mi texto, que se perdió entre los papeles aunque pude rescatarlo después para publicarlo en El Financiero, fue de humor político, burlón, y recuerdo que todos estaban botados de risa. Yo salí de Proceso en 1983 y dejé de ver a José Emilio. Por eso me dio gusto en el 2009 encontrármelo en un desayuno con Consuelo Saizar preparando el homenaje de 70 años. Me acerqué a saludar a Consuelo y le dije al poeta: “José Emilio, soy Carlos Ramírez, no sé si te acuerdes de…” No pude Terminar. José Emilio, ayudado con un bastón, se levantó.

--Claro, Carlos. Mi homenaje. Tu texto causó muchas risas.

Habían pasado casi Treinta años, pero pude confirmar una de las virtudes de José Emilio: su memoria prodigiosa. Al llegar a mi oficina reviví la anécdota y entonces comenzaron los resortes de la literatura, la memoria, la memoria, la memoria. Yo acaba de leer el cuento La memoria de Shakespeare, de Jorge Luis Borges, y las piezas se acomodaron. Ahí nació el cuento de La memoria de Shakespeare.

El asunto, pues, radica en los cuentos. Por eso el tema de Babelia me motivó aún más. En las páginas aparecen, como es obvio, algunos de los cuentos más importantes. De toda la lista quise releer a tres: Antón Chejov, Henry James y una cuentista de la cual había leído sólo un cuento: Katherine Mansfield. Del primero compré La señora y el perrito y otros cuentos, del segundo Relatos y de la tercera pude conseguir Cuentos completos, suficiente como para una semana.

Estoy preparando notas para algunos cuentos. Y he retomado mi novela sobre 198t5 que después, pronto, daré algunos adelantos. No es fácil cubrir las pasiones literarias con las pasiones político-periodísticas, pero con esfuerzo se logra. El asunto es de disciplina, de prioridades y de tener una buena distribución del tiempo. De cuentistas mexicanos han muchas antologías --antes tenía tiempo para hacer seguimiento de obras por autores--, pero mi preferida sigue siendo la de Emmanuel Carballo El cuento mexicano siglo XX, publicado a mediados de los sesenta. Por cierto, en un texto de revisión de nuevos escritores Carballo se refirió a un cuento mío publicado en la UNAM y no me fue tan mal. Así que mi libro con René Avilés Fabila fue, cierto, una imprudencia, pero la misma audacia que siempre he tenido para publicar.

Para mí, el cuento es como la columna política: el ensayo breve, bien escrito, mejor razonado y con un final que deja los tiempos abiertos.